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El rey que quería ser feliz

Actualizado: 16 abr 2020



Era un Reino muy rico. Y su Rey muy poderoso. Todos lo obedecían, respetaban y estaban a su disposición. Tenía todo lo que quería, al menos era lo que creía, hasta que se dio cuenta de que no era feliz.

Entonces preguntó a su principal consejero: -¿Cuántas monedas de oro son necesarias para comprar mi felicidad? -Su Majestad, me temo que será imposible comprarla. Sin embargo, si lo desea, podemos consultar con Winca, el hechicero. -¡Guardias, traigan inmediatamente a Winca! -A sus órdenes, Su Majestad.


Una hora más tarde, el Rey le explicó el motivo por el que lo había mandado a llamar. -Le costará sólo cincuenta monedas de oro. El Rey sonrió. Era mucho dinero, pero él estaba dispuesto a pagar miles, si fuera necesario. -Aquí las tienes. -Primero, deberás pasar una difícil prueba. -Comienza ahora. -Debo preparar un brebaje, mientras tanto, dirás a todos que estarás ausente por diez días, en un viaje a otro Reino. Cuando estés listo, vendrás conmigo y te explicaré el resto.

Una vez que organizó todo, partieron lejos de allí.

Winca le dio a beber un preparado y minutos más tarde, se había convertido en un pequeño perro sin raza, sucio y débil.

-¿Qué has hecho de mí? -En diez días te encontraré en este mismo lugar. -Pero yo soy el Rey, ¿Cómo me has hecho esto? -Esta es la prueba de la que te hablé.

Y Winca se marchó.


El Rey regresó a su castillo para estar sano y salvo. Cuando llegó, fue echado a patadas, nadie iba a permitir que se acercara un perro callejero. De nada valieron sus palabras, ya que sólo se oían ladridos.

Horas más tarde, intentó comunicarse con otras personas, pero fue inútil. Hacia la noche, sintió hambre. “¿Cómo conseguiré comida?” -se preguntó.

Se acercaba a cada persona que veía, algunos lo empujaban, otros le gritaban que se alejara, era tratado con desprecio.

De repente, se sorprendió al aparecer un anciano que comenzó a acariciarlo, a hablarle y, sin que le pidiera, le dio algo de comer. Fueron pocos minutos los que pasaron hasta que el hombre se retiró, pero fueron minutos de felicidad. Ya, cuando no había gente en las calles, cuando nadie le daría un lugar abrigado para pasar la noche, se acurrucó bajo un árbol.

A la mañana siguiente, se despertó muy temprano con la luz del sol. Tenía frío, hubiera pagado lo que fuera por un plato de caldo caliente. Pero era imposible, no podía disponer de su fortuna, y mucho menos dar órdenes para que lo atendieran.


Se sentía solo. Luego de muchos intentos fallidos, acompañados de ignorancia o maltratos, unos pequeños le dieron unas galletitas y se pusieron a jugar con él. Estaba alucinado al descubrir cómo esos niños con “tan poco”, pudieron hacerlo “tan feliz”.

Pasó los días sobreviviendo en un mundo duro y difícil y, como habían acordado, se encontró con Winca.


Entonces le preguntó cómo le había ido.

El Rey le contó que supo de la bondad, de la solidaridad y del amor. También de la malicia, del egoísmo y del odio. Además, aprendió que la felicidad no es algo continuo, sino disfrutar los lindos momentos. Pero, lo más importante, fue darse cuenta de que la felicidad más grande se siente cuando se da, más que cuando se recibe.

Y el Rey cambió, ya no le importó solamente su felicidad, se ocupó de la de todo su Reino.


Quien es feliz con la felicidad de los demás, es cien veces más feliz.

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